Tribunas

 

El tremendo escollo del odio

 

 

Ángel Cabrero

Mi esperanza está en Dios.

 

 

 

 

 

 

Resulta sorprendente comprobar hasta qué punto hay personas que viven años, quizá toda su vida, arrastrando el agravio sufrido. Matrimonios que se rompen, familias que se dividen y se alejan, amigos que no vuelven a hablarse, una inquina insalvable contra ese compañero de trabajo; y ya no digamos la amargura interior cuando un personaje público “odioso” aparece en la pantalla, sobre todo si brillan sus éxitos.

Podríamos decir que es una de esas manifestaciones más notables de la decadencia de la vida cristiana. Nos han enseñado que el cristianismo es amor. Sí, desde luego que es mucho más, pero hay un sentir unánime de quien desea ser un buen cristiano y es que se viva la caridad lo mejor posible.

Lo contrario a la caridad es el odio. Y el odio es primo carnal del terrible agravio padecido. Nos habremos encontrado en nuestra vida más de una persona que habla con un rostro tenso sobre la faena tan grave que le hizo su amigo, su cuñado, su primo… Si además nos encontramos con que el malvado ha sido el marido o el hijo, el asunto es mucho más triste.

Todas esas inmundicias, esas maldades que surgen con penosa frecuencia en nuestro entorno, se arreglarían con un empeño decidido de vivir en cristiano. Y el que no es capaz de perdonar y vive consciente de su terquedad es la persona más triste, más desgraciada. Pero no le digas que haga el esfuerzo de perdonar, porque prácticamente se siente agraviado por la  propuesta. “Ese imbécil de mi…, se va a acordar”. “Estas cosas no se olvidan nunca…”.

Basura penosa que ensucia la sociedad, la familia, el matrimonio, las amistades. Pesos como piedras que cuelgan del alma “para siempre…”. “Nunca me olvidaré de lo que me has hecho…”. ¡Terrible! Pero frecuente. Manifestación de la falta de vida cara a Dios. Es indudable que cuando se vive cerca de Dios, porque se hace auténtica oración, porque se frecuentan los sacramentos -no por rutina o porque sea de precepto-, el amor surge en estado puro, totalmente influido por el amor de Dios. ¡Qué distinta es la vida con esta perspectiva!

Pero el encolerizado apenas tiene ocasión de aprender, de emerger de su poquedad, de descubrir la maravilla de la caridad bien vivida, y seguirá amargado bajo el yugo de la ofensa recibida. Da mucha pena comprobar que hay gente así, tocada siempre por la sombra del odio. “¡Esto no lo  olvidaré nunca!”, advierte con insistencia, inconsciente de que él es el único desgraciado.

Como todo en esta vida, especialmente en el empeño por vivir una vida cristiana, lo que termina siendo la mejor medicina es el ejemplo. Si esa persona terriblemente agraviada observa la actitud de alguien que ha sabido perdonar, las cosas pueden cambiar. Sobre todo porque cualquiera se da cuenta de que con el perdón, con el amor, viene la paz, resurge la alegría.

 

 

Ángel Cabrero Ugarte