Tribunas

El viejo y el desaliento

 

 

Ernesto Juliá


El viejo y el mar.

 

 

 

 

 

He tenido oportunidad de leer de nuevo “El Viejo y el mar”. Y una vez más, esa novela –quizá mejor narración- de Hemingway, tan sencilla, tan concreta y tan llena de humanidad, me ha hecho revivir las aventuras del viejo pescador en sus ilusiones, en su paciencia, en su esperanza, en su fracaso en su victoria.

He acompañado al viejo hasta en el rezo del Ave María, en el instante en el que, con la mano izquierda agarrotada por un calambre, y ante la angustia de perder la presa tan duramente conseguida como tan largamente ansiada, recurre a pedir ayuda a la Virgen, desentrañando su recuerdo del fondo de su alma. Lo importante era no cejar, no pararse.

El viejo, aun perdida ya la presa –el grande pez espada-, y en medio de la noche, no se da por vencido. Endereza la barca, dirige el rumbo a tierra, y siente la nostalgia de las luces del puerto. Ya habrá otra ocasión; al menos, mientras haya vida... El anciano pescador abre su alma con sencillez y confianza; manifiesta sus ilusiones y sus enfados por no conseguir volver a la playa con una pieza digna.

Su barca maltrecha, la escasez de medios, los años que lleva en su intento, no le impiden soñar una y otra vez en conseguir el gran pez para darle una alegría a un joven amigo encontrado en la vejez. Sería la hazaña de su vida; y podría morir con una sonrisa.

El viejo nunca hace tragedia. Aguanta a pie los embates de la fortuna con la misma serenidad, y el mismo nerviosismo, con los que salva las fuerzas de las olas. Sabe bien que no puede darse por vencido, y ni siquiera se siente derrotado cuando el pez espada, la gran presa de su vida, el triunfo soñado, ha sido devorado por los tiburones, y se ha convertido en una carcasa inútil de la que ha de desembarazarse antes de llegar a puerto.

De nada le hubiera valido al viejo, ante el fracaso de la pesca, darse al vino y tratar de olvidar. La carcasa seguiría allí pasados los efectos de la borrachera; y poner en orden la barca para hacerse de nuevo a la mar, supondría un esfuerzo quizá demasiado ímprobo para ni siquiera iniciarlo. Más le valía mantenerse fresco y calmo, aceptar el fracaso y prepararse para la batalla siguiente.

El viejo pescador no se desanima: piensa en su joven amigo, y en las fuerzas que le dará para volver a comenzar la pesca apenas repuesto. Por esta vez, se repite que “quizá he ido demasiado lejos de la orilla” donde los tiburones van a sus anchas, y no se pueden tomar esos riesgos a su edad.

Se me ocurrió que hombres como él habían descubierto América, habían conquistado el Himalaya; y, más a ras de tierra en hazañas no menos importantes, habían vencido la vida de cada día en medio de oposiciones, obstáculos, enfermedades. Y tantos de ellos se habían hecho santos, habían salvado sus matrimonios y sus familias. Habían sabido sobrellevar todo sin dar al desaliento –que también forma parte de la vida- más lugar que el necesario para respirar hondo, rezar, y volver a comenzar.

A los pocos días de terminar la lectura, me encontré en el periódico una triste noticia. Una mujer joven recibe el diagnóstico de cáncer, y se quita la vida en la soledad de su casa. En la autopsia –obligada en casos semejantes- los médicos descubren que la protuberancia del supuesto cáncer, no legaba a ser ni siquiera un tumor benigno.

Y pensé: si el viejo pescador hubiera estado a su lado, le habría animado a rezar un Ave María; y a esperar confiada en el amanecer, que también el sol es una criatura de Dios.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com