Cartas al Director

 

Lo que aprendí para no volver a caer

 

 

Si olvido lo que vimos, lo que vivimos y lo que decidimos juntos, perderé también el derecho a reconocerme como español en plenitud.

 

“Quien no conoce su historia está condenado a repetirla”
Santayana

 

 

 

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 05.12.2025


 

 

 

No hablo de oídas. Yo estuve allí —como la mayoría de los de aquella época que aún subsistimos— cuando España decidió mirarse a sí misma sin pestañear y aceptar que el único camino digno y sensato era el del acuerdo. Por eso, cada vez que escucho a quienes juegan con nuestra memoria como si fuera plastilina, algo dentro de mí se revuelve. No por nostalgia, sino por responsabilidad: sé demasiado bien lo que costó llegar hasta aquí.

 

Hay vivencias que dejan una profunda huella en nosotros porque llegan en el instante justo en que la vida se prepara para tomar un camino nuevo. Yo llevo conmigo muchas de esas vivencias, no como heridas, sino como un legado que me recuerda la responsabilidad que asumimos entonces y la magnitud de la obra que fuimos capaces de construir. Y esa obra, conviene decirlo sin tapujos, nació rodeada de precipicios. Nada estaba garantizado; todo podía fracasar con un simple paso en falso.

Teníamos que salvar escollos que hoy, vistos en perspectiva, parecen casi inverosímiles.

El primero y más evidente era la sombra de la Guerra Civil, aún presente en la memoria de millones de españoles. Bastaba un gesto torpe para reavivar un fuego que llevaba décadas latente.

A ello se sumaba la división entre quienes venían del viejo régimen y quienes reclamaban un cambio profundo, dos mundos condenados a entenderse si queríamos evitar otro desastre histórico.

Vivíamos bajo la amenaza real del terrorismo: no pasaba un solo día sin que aquellos a quienes hoy algunos se atreven a llamar “hombres de paz” secuestrasen a un empresario, asesinasen de un tiro en la nuca a un servidor público o hiciesen estallar un coche bomba en mitad de una calle llena de gente. Era una sucesión insoportable de sangre inocente, de sirenas, de luto y de miedo, un intento calculado de quebrar la convivencia y de hacer naufragar el proyecto democrático que estábamos intentando levantar a pulso. El terrorismo no era una abstracción sino un desafío directo a la posibilidad misma de construir una convivencia democrática. Las bombas de ETA no solo mataban personas: trataban de matar el clima político que necesitábamos para avanzar.

Otro escollo decisivo era el miedo, un miedo cotidiano, transversal, instalado en todos los estratos sociales: miedo a perder lo poco conquistado, miedo al otro, miedo al desorden, miedo a repetir la historia. Ese miedo podía haber paralizado al país entero.

Tampoco era menor la fragilidad económica de la época. España arrastraba crisis, inflación, desempleo, emigración masiva, una estructura productiva envejecida y un aislamiento internacional que nos hacía vulnerables. Construir una democracia estable sobre un suelo económico tan tambaleante era más un acto de fe que un proyecto viable.

Y por si fuera poco, debíamos superar el peso de casi dos siglos de desencuentros, un legado de pronunciamientos, guerras civiles, revueltas, dictaduras y proyectos fallidos. Nuestra historia no era precisamente un manual de convivencia.

Salvar todos esos escollos a la vez, y hacerlo sin caer en la tentación de la revancha, sin permitir que la rabia o la impaciencia tomaran el mando, fue un ejercicio de profunda madurez colectiva que aún hoy me sobrecoge.

Haber sido testigo de todos esos momentos, hace que me cause un profundo dolor ver cómo hay quienes están empeñados en dinamitar la pertenencia común que tanto nos costó construir. A veces pienso que hay quien no entiende que sin raíces no hay rumbo, y sin rumbo, un país es solo un grupo de desconocidos recelosos compartiendo espacio.

Cuando hablo de la Transición no lo hago como quien comenta un libro que leyó a medias. La viví. Y sé que no fue perfecta. ¡Cómo iba a serlo! ¿Qué obra humana podría serlo, si nosotros mismos somos un manojo de virtudes y defectos coexistiendo en frágil equilibrio? Pero fue suficiente. Fue sensata. Fue generosa. Fue, sobre todo, un acto de madurez nacional. Y eso, en un país donde durante generaciones habíamos resuelto nuestras diferencias “a garrotazos”, ya era una gesta monumental.

Yo vi cómo la Constitución se convertía en la casa común de todos los españoles. Vi cómo muchos que antes se miraban con desconfianza aceptaban convivir en paz bajo el mismo techo. Y lo hicimos porque entendimos, quizá por fin, que la pluralidad no es un problema, sino una realidad inevitable. España siempre fue plural: en acentos, en tierras, en visiones, en temperamentos. El error histórico fue pretender homogeneizar a un país que nació diverso.

Recuerdo con claridad aquel 6 de diciembre de 1978. La ilusión y la esperanza —también el miedo, por qué no admitirlo— con esperamos los resultados. Recuerdo la sensación, inédita, de que estábamos firmando un pacto entre hermanos cansados de pelear y ansiosos de abrazarnos ilusionados en construir juntos un futuro prometedor. Ese fue el momento histórico en que todos, o al menos, una inmensa mayoría, renunciamos a ese impulso tan nuestro de convertir las discrepancias en trincheras. Y funcionó porque sabíamos que volver atrás sería un suicidio colectivo.

Por eso me indigna, y me alarma, ver cómo hoy, hay quienes están intentando resucitar deliberadamente el clima envenenado que precedió a nuestra tragedia nacional. Y esto no es frivolidad, no es ignorancia, no es ni  siquiera irresponsabilidad: me temo que es algo mucho más oscuro. Jugar a dividir a un país que tanto sufrió, reabrir heridas que costaron miles de vidas inocentes y tensar la convivencia hasta llevarla al borde de la ruptura no es una simple irresponsabilidad: es una forma de maldad política que apenas encuentro palabras para calificar. Quien conduce a un pueblo hacia los escenarios que una vez lo destruyeron sabe exactamente lo que está haciendo, y lo hace aun así. No hay ingenuidad en ello; hay cálculo, hay desprecio por la vida ajena y una inquietante disposición a sacrificar la paz presente por un puñado de miserables ventajas inmediatas.

Pero si algo me vacuna contra esos juegos peligrosos es mirar más atrás aún. España tiene dos hitos que llevo grabados como quien lleva un sello en la piel. El primero ocurrió hace más de quinientos años, cuando eliminamos el “Non” y lo dejamos en Plus Ultra. No fue un gesto retórico: fue una declaración de intenciones. Ninguno de nosotros vivió aquel tiempo, claro, pero su espíritu es uno de los pilares fundamentales de nuestra historia. Fue el día en que España dijo: “No tengo miedo al horizonte”. Con todas sus sombras, aquella decisión abrió el mundo, lo ensanchó, lo conectó. Y esa audacia está en nuestra esencia.

El segundo hito sí lo viví: el abrazo colectivo alrededor de la Constitución del 78. Nunca antes España se había dado a sí misma una ley fundamental nacida del consenso. Nunca. Siempre habíamos alternado imposiciones y rupturas. Y de pronto —casi milagrosamente— fuimos capaces de pactar. De aceptar renuncias. De entender que la victoria de todos valía más que el triunfo de uno.

Y no olvido, porque sería un suicidio  colectivo regresar a la España gris que dejamos atrás. Esa en la que muchos se marchaban con una maleta atada con cuerda porque aquí no había futuro que rascar. Esa España donde el silencio tenía más presencia que la esperanza. Esa España aislada, encogida, que parecía ir siempre un paso detrás del mundo. Me duele cuando algunos jóvenes hablan de eso como si fuera una fábula. No lo era. Era el país real. Y por eso valoro tanto lo que vino después.

Tampoco olvido a ETA. No puedo. Ninguno deberíamos. Vi cómo sus bombas podían haber arruinado todo. Vi cómo pretendieron que el miedo se convirtiera en norma. Y vi, también, cómo pese a todo, pese a la sangre y el temblor, seguimos adelante.

Casi cincuenta años han pasado. No son muchos, pero sí los suficientes para apreciar con serenidad que han sido el periodo más largo de libertad, paz y progreso de nuestra historia. ¿Con sombras? Por supuesto. En nuestra naturaleza conviven lo mejor y lo peor: la generosidad y el egoísmo, la valentía y la cobardía, la cordura y el fanatismo. Nunca aspiramos a la perfección; aspiramos a algo más realista y más noble: a convivir.

Lo que hemos conseguido no lo trajo ningún Mesías ni lo regaló ninguna potencia extranjera. Lo levantamos nosotros: con horas de trabajo, con sacrificios, con debates duros, con respeto a la diferencia, con ese tesón que siempre ha sido nuestra virtud más discreta.

Y ahora, cuando veo a los advenedizos que pretenden ensuciar aquel amanecer del 6 de diciembre, siento la obligación —moral, histórica, personal— de alzar la voz. No para gritar, sino para recordar. Porque un país que olvida aquello que lo salvó está condenándose a sí mismo, y es necesario tenerlo presente porque sé que sin memoria no hay futuro. No debemos estar dispuestos a dejar que tiren por la borda lo mejor que hemos hecho juntos.

España no merece eso. Y nosotros tampoco.

 

 

César Valdeolmillos Alonso