Colaboraciones

 

El término «democracia» en algunos Papas

 

 

 

23 enero, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

«La Iglesia es consciente de que la vía de la democracia, aunque sin duda expresa mejor la participación directa de los ciudadanos en las opciones políticas, sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona. Se trata de un principio sobre el que los católicos no pueden admitir componendas, pues de lo contrario se menoscabaría el testimonio de la fe cristiana en el mundo y la unidad y coherencia interior de los mismos fieles. La estructura democrática sobre la cual un Estado moderno pretende construirse sería sumamente frágil si no pusiera como fundamento propio la centralidad de la persona. El respeto de la persona es, por lo demás, lo que hace posible la participación democrática. Como enseña el Concilio Vaticano II, la tutela «de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública» (Congregación para la Doctrina de la Fe, 24 de noviembre de 2002).

La democracia es una forma de gobierno conocida y teorizada desde la antigüedad, que la Iglesia acepta perfectamente, con tal —como todas las demás— que no pretenda ser la única forma de gobierno compatible con la Fe cristiana (esta condición es parte nuclear de la enseñanza de S. Pío X en su encíclica Notre charge apostolique, 1910). Y dentro de las democracias, la de partidos, con todos los defectos de estos, es hoy la más ensayada.

León XIII ofreció soluciones a los cambios sociales en curso y a los problemas de su tiempo, en particular, al sentido creciente de la democracia entre los ciudadanos. Se daba una tendencia a la afirmación de los derechos y la libertad individuales, acompañada, sin embargo, por un descuido de los principios morales. El Papa apoyó la democracia intentando definir el carácter moral del poder público. Además, el poder público tendría que encontrar su fundamento en Dios y la libertad del individuo. Por ello aconsejó y exhortó a los gobernantes «a que gobernaran con benevolencia y una suerte de amor paterno» (carta encíclica Libertas praestantissimum, Desclée, II, 110). Por su naturaleza, la actitud de los gobernantes debería ser paternal. De esa manera, «su gobierno debe ser justo e imitar el gobierno divino en el hecho de ser moderado por una bondad paternal» (epístola encíclica Caritatis providentiaeque, ASS, 26, 1873-74, 525). Gobernar con amor paternal implica gobernar con equidad, es decir, «que gobiernen al pueblo con equidad y fidelidad, y muestren, además de la severidad necesaria, un amor paternal» (carta encíclica Diuturnum illud, Desclée, I, 227).

Desde Pío XII en la Benignitas et humanitas (1944), la Iglesia se ha mostrado dispuesta a aceptar la democracia con tal de que no sea moralmente relativista, ni se crea —como no debe hacerlo ningún gobierno— fuente de moralidad, pero no ha puesto el requisito negativo de la exclusión de los partidos, ni como aparatos gobernantes, ni aún menos de la existencia legal.

Para san Juan Pablo II: «La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura  la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica» (san Juan Pablo II, carta encíclica Centesimus annus 46).

«Sin fundamentos éticos la democracia corre el riesgo de deteriorarse con el pasar del tiempo e incluso de desaparecer», aseguró san Juan Pablo II en 2004 en Ciudad del Vaticano.

No basta con hablar de democracia, hay que practicarla. Una democracia sin valores no es sino un totalitarismo visible o encubierto, dado que «no puede haber verdadera democracia si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos» (san Juan Pablo II, carta encíclica Evangelium vitae 101).

El ideal democrático consiste en proteger y respetar los derechos humanos que posee el hombre por su dignidad intrínseca. La dignidad del hombre se especifica en sus derechos inalienables. Actuar contra la Declaración Universal de Derechos Humanos es negar la democracia, porque muchos de sus derechos son «valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables» (Benedicto XVI, exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis 83).

El Papa Benedicto XVI afirmó en la Casa Blanca que, tal y como creían los Padres fundadores de la nación norteamericana, la democracia «sólo puede florecer cuando los líderes políticos, y los que ellos representan, son guiados por la verdad y aplican la sabiduría, que nace de firmes principios morales, a las decisiones que conciernen la vida y el futuro de la nación».

En palabras de Benedicto XVI en Croacia: «La calidad de la vida social y civil, la calidad de la democracia, dependen en buena parte de este punto “crítico” que es la conciencia, de cómo es comprendida y de cuánto se invierte en su formación».

«En los sistemas democráticos el uso de la fuerza no justifica nunca la renuncia a los principios del estado de derecho. En efecto, ¿se puede proteger la democracia amenazando sus fundamentos? Así pues, es necesario garantizar con firmeza la seguridad de la sociedad y de sus miembros, pero salvaguardando los derechos inalienables de toda persona. Hay que combatir el terrorismo con determinación y eficacia, con la conciencia de que, si el mal es un misterio que tiende a extenderse, la solidaridad de los hombres en el bien es un misterio que tiende a difundirse aún más», afirma Benedicto XVI (Discurso a la Internacional Demócrata de Centro y Demócrata Cristiana, 21 de septiembre de 2007).

El Papa Francisco en Trieste (ciudad del norte de Italia):

«Es evidente que en el mundo actual la democracia, digamos la verdad, no goza de buena salud. Esto nos interesa y nos preocupa, porque está en juego el bien del hombre, y nada de lo que es humano puede sernos ajeno» (Cfr. Ecum. Ecum. II, const. past. Gaudium et spes, 1).

«Así como la crisis de la democracia es transversal a las distintas realidades y naciones, del mismo modo la actitud de responsabilidad ante las transformaciones sociales es una llamada dirigida a todos los cristianos, dondequiera que se encuentren viviendo y trabajando, en todas las partes del mundo».

«La propia palabra «democracia» no coincide simplemente con el voto del pueblo. ¿Qué significa eso? No es sólo el voto del pueblo, sino que exige que se creen las condiciones para que todo el mundo pueda expresarse y pueda participar. Y la participación no se improvisa: se aprende de niño, de joven, y hay que “entrenarla”, incluso en un sentido crítico con respecto a las tentaciones ideológicas y populistas».

«La democracia exige siempre pasar del partidismo a la participación, de la “ovación” al diálogo».

«El asistencialismo, por sí solo, es enemigo de la democracia, enemigo del amor al prójimo. Y ciertas formas de asistencialismo que no reconocen la dignidad de las personas son hipocresía social. No lo olvidemos. ¿Y qué hay detrás de este alejamiento de la realidad social? Hay indiferencia, y la indiferencia es un cáncer de la democracia, una no participación».

«No nos dejemos engañar por soluciones fáciles. Comprometámonos, en cambio, con el bien común. No manipulemos la palabra democracia ni la deformemos con títulos vacíos que puedan justificar cualquier acción. La democracia no es una caja vacía, sino que está unida a los valores de la persona, la fraternidad e incluso la ecología integral».

Para el Papa Francisco, «la democracia es más, mucho más, que un régimen político; es mucho más que una forma de elegir a los gobernantes o una forma de gobierno».

«Que la democracia sea el antídoto contra los nacionalismos», en discurso del Papa Francisco a las autoridades luxemburguesas.

Paradójicamente, mientras más democráticos somos, más mal gobernado está nuestro mundo, y menos honrados y desinteresados parecen ser nuestros gobernantes.