Colaboraciones
La cuestión de la democracia contemporánea
14 octubre, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez
La cuestión de la democracia contemporánea no se reduce a mera cuestión de sistema político. Se trata, ante todo, de la progresiva inserción de la sociedad civil en las instituciones, lo que no excluye, sino que requiere, la existencia de una clase dirigente apta para su papel y, por ello, profesionalmente competente y dotada de sentido ético, además de una clara visión de las cosas. Para disponer de nuevos estilos de gobierno centrados en el servicio del prójimo y orientados al bien común, es indispensable la ejemplaridad del comportamiento y la coherencia de vida de cada representante que quiera ser un «verdadero dirigente»: en efecto, para ser verdaderamente tal, todo gobernante debe ser sobre todo un testigo.
Si la democracia no quiere ser presa de agnosticismos o relativismos escépticos, que la entregan a totalitarismos explícitos o engañosos (cf CA n. 46), es necesario que la autoridad política no sea autorreferencial y reencuentre su vinculación con la ley moral natural. De esta manera puede encontrar su medida ética también el elemento metodológico de la democracia, representado por el principio o criterio de la mayoría. Únicamente así pueden ser evitados fenómenos de prevaricación tanto de las mayorías como de las minorías.
Se ha hablado de la crisis multidimensional de la democracia de nuestros días. Es una crisis más que estructural. Es primariamente crisis de sentido, crisis ética. Por lo tanto, su superación se ha de buscar no sólo en el plano de las reformas institucionales y de los procedimientos, quizás creando otros nuevos, adaptados a un contexto de globalización, sino comprometiéndose también en otros niveles más decisivos para el futuro de la democracia y de la humanidad.
En primer lugar, emerge el nivel de la verdad acerca del ser humano y la sociedad. Si no fuese posible acceder, aunque sea sólo imperfectamente, a la verdad ontológica y ética, pasando del fenómeno al fundamento, cualquier discurso y debate en torno a la democracia y a su valor humano no sería más que una mera pérdida de tiempo. En segundo lugar, es necesario desplegar energías en el plano de la existencia y de la unidad moral de los sujetos de la democracia. Para quién tiene interés por los éxitos del propio pueblo, se crea seguramente un problema, el declive de los partidos como arquitrabe de un sistema político fundado sobre la representación, no puede ser menos preocupante la profunda fragmentación del ethos, que conduce inexorablemente las sociedades occidentales hacia la experiencia paradójica de Babel. El agnosticismo de fondo, la marcada divergencia entre las familias espirituales y culturales parecen peligros mortales para la democracia más que el dominio de poderosas oligarquías, más que los partidos personales, más que el así llamado directismo que intenta puentear la intermediación ineficaz de los partidos tradicionales, para llegar a incidir directamente en la gestión de la cosa pública.
La ausencia o la debilidad de un ethos mínimo compartido por todos, transforma en precario o diluido el libre consenso social, que debe animar la democracia formal o estructural. Síguese de esto que la democracia de las normas es inconsistente. El principio de mayoría —importante norma para el correcto funcionamiento de la democracia y para la formación de decisiones colectivas— privado de la referencia a bienes-valores ciertos, queda expuesto en gran parte a formas autoritarias, al decisionismo, al poder del que logra apoderarse de él.
Para la DSI (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia), la democracia subsiste en términos más humanos no sólo gracias a opciones gnoseológicas precisas, que valoran la razón especulativa y práctica, sino también gracias a instituciones y ordenamientos, a prácticas, actitudes y estilos de vida que, cuando son acordes con la vocación comunitaria y relacional de las personas y de la sociedad, la convierten en un espacio donde las personas pueden experimentar y desarrollar su dimensión de trascendencia hacia el otro y hacia Dios.
El consenso social y los diversos pactos, para la DSI, son ciertamente actos históricos —expresión de conciencias sociológica y culturalmente contextualizadas— pero también son momentos reveladores de bienes-valores, fruto de una búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios. Por consiguiente, los bienes-valores que afloran en la conciencia no se encuentran en esa como un mero fruto histórico, heredado de la tradición o de la educación, como si fueran realidades provenientes completamente del exterior, y ni siquiera como un fenómeno espiritual pasajero, que encuentra correspondencia, en una intersección contingente, en más mundos interiores y en más familias culturales. Allí se encuentran reflexiva y críticamente como bienes en sí, enraizados en las inclinaciones del ser humano, unión indisoluble de cuerpo y alma, y que la conciencia reconoce y ordena según una imagen integral del ser humano, mediante un conocimiento especulativo y práctico, sapiencial.
Un elemento destacado de la crisis actual de la democracia está representado por el debilitamiento y la desintegración de su dimensión jurídica, es decir, por la fragilidad del Estado de derecho.
No es extraño constatar que diversas comunidades políticas no consideran los derechos y deberes del ser humano como un todo unitario e indivisible. De aquí, las no pocas incongruencias.
No pocas democracias se apoyan cada vez más en ordenamientos y praxis jurídicas que parecen contradictorias o, por lo menos, no coherentes.
El Estado no puede hacerse paladín de concepciones e ideologías que tienden a «desnaturalizar» la identidad del ser humano —como la del género— ni mucho menos promover actividades que someten indiscriminadamente la vida humana a los adelantos de la técnica. En efecto, las cuestiones que atañen a la vida y a la dignidad de la persona, como la clonación humana o el sacrificio de embriones humanos para fines de investigación, no pueden ser afrontadas teniendo en mente sólo lo que es técnicamente posible, sino evaluando atentamente lo que es moralmente lícito.
Un camino para regenerar la democracia: es preciso, ante todo, sugirió el Cardenal Bergoglio (Papa Francisco), reapropiarse de una democracia entendida como horizonte y estilo de vida, al interno de la cual dirimir y encontrando el consenso; de una democracia que no abandona el instituto de la representación y lo renueva, y a la vez se completa como democracia participativa, cada vez más social.
Esto presupone que el sujeto de la democracia, es decir el pueblo, recupere la unión moral y solidaria que lo caracteriza y lo compacta. Lo cual implica reabrir la política, —y con la política la democracia— a una más amplia y auténtica «participación», comprendida como el sentirse todos parte de los demás y, por consiguiente, entrar en el juego por el bien de todos, seres fraternos involucrados en una búsqueda común de la verdad, del bien, de la belleza y de Dios.